lunes, 27 de diciembre de 2010

Iluminación dos: Julia Codesido después del Indigenismo

Pocas imágenes como esta para mostrar, a un público amplio, la maestría de la pintora peruana Julia Codesido (1883-1979). La alegría contagiante de sus colores traduce, a través de fuertes imágenes, la energía vital de la Amazonía. Una naturaleza que procura la aparición de un nuevo punto de vista. En esta pintura, titulada La red, el río resulta ser una entidad natural con un ritmo propio. Sobre dicho ritmo descansan tres figuras que se dibujan, casi, de una manera precaria: la red, la canoa y el indígena. Se puede fijar el arriba y el abajo tan pronto como se reconoce el impacto visual de estas figuras. Y, con ello, percibir las coordenadas espaciales de una perspectiva apenas sugerida: la red parece flotar impulsada por un viento que sopla hacia nosotros. Pero, apenas uno se distrae, dichas coordenadas desaparecen junto con las figuras. Y lo que comienza a dominar, por obra de este proceso, son los colores planos unidos a una musicalidad inestable y disonante. La pérdida de anclajes espaciales recrea una ingravidez cuya fuerza radica en el hallazgo de un nuevo punto de vista. El fuerte naranja en el centro de la pintura (en el cuerpo del balsero) domina a aquél marrón inestable que busca al amarillo, mientras un azul en varias gamas de color se convierte en un verde amazónico. El ritmo es aquí iluminación de color. 

Aun no se ha hecho un estudio del sentido de las armonías y de los contrastes de color en la obra de Codesido. Antes de su adhesión al Indigenismo, entre 1900 y 1918, ella fue una entusiasta observadora de la pintura europea que marcaba el gusto ornamental de la época. Uno podría especular acerca de su adhesión instintiva al color plano de Matisse, por ejemplo, pero también acerca de su gusto por la reducción de las formas, propias de dicho modernismo. No tenemos testimonios acerca de estas adhesiones, aunque no es difícil suponerlo. En la segunda mitad de la década de 1950, luego del declive del Indigenismo, resulta de gran claridad la importancia del color para la definición de su pintura. Tanto las armonías como los contrastes de color (cálidos y fríos) ofrecen combinaciones que se plantean como el respaldo de una crítica de la cultura. Así, no se trata de una definición de la pintura de Codesido que quisiera, por ejemplo, atribuir a la arbitrariedad de su personalidad las variaciones del color. Tampoco de una definición del color como expresión del alma del artista. Por el contrario, lo que nos muestra esta pintura, es una definición ideológica de la iluminación de color.

Y en esta ideología la iluminación, como posibilidad de futuro, recoge la fuerza que Codesido atribuye a la Amazonía. En un sentido personal y hasta íntimo, todo lo amazónico queda identificado por ella como renovación de las fuerzas vitales. Así, el deseo se impone sobre lo anecdótico: resulta inquietante cómo el punto de vista descubierto por Codesido otorga a la mirada femenina un papel protagónico hasta ahora poco señalado. En el Perú no ocurrió como en México: allí el Estado asumió al muralismo para difundir íconos visuales de lo nacional, mientras el horizonte indigenista mantenía su vigencia. Por el contrario, en el Perú el muralismo eclosiona tardíamente, en la década de 1950. Y cuando lo hace, es bajo un gobierno dictatorial, y sin el poder de persuasión que sus creadores hubieran esperado. Por otro lado, el intento tardío de recuperación del Indigenismo, en la década de 1970, resulta retórico si se considera la poca importancia que se otorgó, a contracara de la búsqueda de íconos de lo nacional, al hallazgo del punto de vista que Codesido parece señalar: una crítica a las imágenes de lo local. Esto es, una crítica que busca abrir historias y tradiciones regionales antes desconocidas (por ejemplo, la importancia de la Amazonia para volver los pasos sobre las nociones de lo festivo vinculado a la naturaleza y a la fuerza vital que ésta otorga); pero también a la posibilidad misma de integrar dichas imágenes a un complejo multicultural de nuevas circunstancias.


La fotografía ha sido tomada del libro Julia Codesido de Eduardo Moll. Lima, Editorial Navarrete, 1990, p.57. La pintura La red, es un óleo sobre tela, 64 x 64 cm, pintado en la década de 1950. Forma parte de la última etapa de la pintura de Julia Codesido, que surge junto con su aprecio por la Amazonía y cierto credo hinduista. Acerca de la naturaleza de su hinduismo no hay mucha información. Ha sido poco trabajado por los historiadores de arte locales. 

jueves, 30 de septiembre de 2010

Sexto sueño: la imaginación situada



Habría que afirmar una idea antigua de contemplación. Una idea acaso clásica que active la imaginación, la mía y la de usted, pero solo a partir de su participación con un entorno "exterior". Me gusta fotografiar cuando paso por la Costa Verde en Lima a ciertos lugares intermedios, por ejemplo, a un árbol que busca un espacio privilegiado entre el mar, la arena (si acaso existe) y la tierra (llena de piedras) que observo desde la autopista. Hay días en que el material de tierra y piedras es removido casi hasta la orilla por los camiones que entran y salen. Tantas veces he escuchado hablar de un estado de contemplación como umbral "interno" de una imaginación flotante y casi mística, que me pregunto con insistencia por qué solemos olvidar este otro tipo imaginación que nos hace particiar de lo que ocurre allá afuera, a modo de anclaje "exterior". Uno en el que la imaginación, siempre infinita, no tenga ningún reparo en ser capturada por el aquí y ahora más sencillo e inmediato. 


[Foto de inicio: archivo Trecemonos, algún dia de mayo de 2010, la Costa Verde, Lima-Perú]

martes, 21 de septiembre de 2010

Crítica de los íconos

Si nos fijamos bien en la imagen, observamos el marco convencional de un ícono religioso. Allí,  la imagen de la pintura del Señor de los Milagros, criollo por tradición, ha sido recortada para recibir, adrede, una fotografía a color. En dicha fotografía surge otra vez la procesión del Señor de los Milagros, en la que, de nuevo, está el ícono. Esta vez en olor de multitud. Una representación dentro de otra, como en un túnel de espejos. Es interesante preguntarse por qué este collage apenas sorprende al ojo más atento. El detalle está en el modo cómo, en lo que uno ve fotografiado, destaca el escudo nacional. El marco proviene de una estampa popular que se puede comprar en cualquier mercado: se representa al anda como el espacio religioso típico para la entronización de un ícono. La estampa está intervenida por una voluntad de colocar, en un solo espacio visual, juntos y en fricción, al ícono religioso con el ícono nacional. 

¿Se trata de una suerte de ready-made? Esta imagen intervenida grafica un interesante momento de las artes visuales en el Perú, cuya fecha crítica se produce en 1979. Es un objeto propuesto por Fernando Bedoya, animador de Paréntesis. Un colectivo de arte poco conocido internacionalmente en el que ya están las principales claves de una iconografía que, en la década de 1980, se desplegaría en distintos momentos. El contexto obliga. Después del paro nacional de julio de 1977, la escena política se redibujó junto con la dictadura militar de Francisco Morales Bermúdez. Y, luego de tener que hacer frente a movilizaciones de los sindicatos (en esa época la existencia de estos marcaba la escena), el dictador de turno se vio forzado a convocar a una Asamblea Constituyente. Para fines de 1977, un buen número de estudiantes de clase media participaba de este temple de protesta y cuestionamiento. En diciembre "tomaron", como si se tratara de un botín político, en Lima, la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA).

Después de la represión, la ENBA entró en receso y estuvo cerrada todo el año 1978. Con los estudiantes de la ENBA en plaza, la escena juvenil de clase media se dinamizó, y Barranco, un distrito pequeño con viejas casonas, se convirtió en un nervioso núcleo de la actividad cultural. Las casonas habían quedado dañadas por haber padecido dos terremotos, uno en 1970 y otro en 1974. Esto las convertía en lugares disponibles para el activismo cultural: talleres de artistas, espacios de exposición de arte, conciertos de música, fiestas interminables y un largo etcétera. 

Morales Bermúdez se había dedicado a desmontar las reformas del regimen populista y de izquierda del general Juan Velasco Alvarado. No es este el lugar para relatar tal historia; resulta suficiente decir entonces, que a diferencia del "conceptualismo latinoamericano", el conceptualismo en el Perú retoma ciertos temas de indudable interés antropológico. Ya alguien como Luis Camnitzer (un importante curador y artista influyente en la escena internacional del arte) ha definido el "conceptualismo latinoamericano" de un modo distinto que el hegemónico. Nuestro autor dice que el primero se presenta como una aproximación directamente política a los fenómenos del arte, en cambio el segundo conceptualismo (el hegemónico), al menos en los Estados Unidos, se muestra como lingüístico y apolítico.

La crítica de los íconos religiosos y nacionales que observamos en el ready-made de Bedoya (y  que también animó a las acciones de Paréntesis, aunque de ello no vamos a tratar ahora) tendrían un interesante desarrollo en la iconografía de distintos grupos y artistas a lo largo de las décadas de 1980 y 1990. Internacionalmente este origen es poco conocido. Dicha iconografía, sin embargo, ya está en la cultura local en las reflexiones del antropólogo y novelista José María Arguedas, fallecido en 1969. Esta crítica levanta un espíritu desenfadado y, frente a la idiosincrasia propia, ayuda a tomar una lúcida distancia. En su novela póstuma, El zorro de arriba y el zorro de abajo, junta dos perspectivas: la del artista y la de carácter colectivo. 

La perspectiva del artista es confesional. Arguedas en sus diarios (primero, segundo, tercero y ¿último?) debate su posición con el "internacionalismo". Había conocido a todos los miembros del llamado "boom" literario latinoamericano de la década de 1960 (Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, etcétera) en distintas ciudades y congresos literarios. Sin embargo, lejos de sentirse parte de ellos, se acusa a sí mismo de "provinciano". No quiere aceptar las condiciones del capitalismo que exige al escritor ser un "profesional" y, según esto, ocupar su tiempo siguiendo un horario y un contrato. Arguedas esboza una imaginaria divisoria de aguas al interior del "boom", en la que él estaría junto a Rulfo,  García Márquez y Onetti, entre otros, para tomar partido por la dimensión del afecto y de la vida, antes que por la literatura y el arte (entendidos ambos como instituciones ya establecidas). La manera en que el aprecio por un contexto local se separa de una mirada que se hace uno con lo "internacional" resulta de una cuestión de afinidades electivas.

Las escenas de carácter colectivo en El zorro..., por otro lado, se desagregan en personajes intensos que habitan escenas increíbles. A veces todos estos aparecen pescando en una bolichera y hablando un lenguaje enrarecido y popular, otras veces en un lío de prostíbulo en el que los personajes luchan a muerte y por ello interviene la policía; o, incluso, en un mercado popular, al que asistimos impávidos a participar de las "acciones" del loco Moncada, un personaje entrañable que, aunque estibador respetado, enloquecía los fines de semana.


El loco Moncada, es un personaje cuya existencia Arguedas documentó en su trabajo de campo, en Chimbote, una ciudad al norte de Lima. Desde la segunda mitad de la década de 1960 y todavía durante la de 1970, esta ciudad fue el escenario de la explotación de la anchoveta, mediante un tratamiento que necesitaba de un numeroso contingente de obreros y de un importante complejo fabril. Migrantes andinos y gente proveniente de muchos lugares llega a Chimbote y esta se convierte, entonces, en el escenario mítico que registra los sucesos de la modernización: los signos de un futuro apenas imaginado. Durante la dictadura de Velasco, el Perú llegó a ser el primer productor de harina de pescado en el mundo. Moncada es, pues, uno de nuestros primeros "performeros". En sus presentaciones y rituales públicos la crítica de los íconos religiosos y nacionales ofrece una suerte de grado cero del sentido.

Un día, por ejemplo, el loco Moncada apareció travestido y convertido en una mujer encinta: llevaba a un gato escondido debajo de su vieja camisa. Esta extraña figura, entonces, predica los peligros a los que están sometidas las mujeres cuyos maridos trabajan en las fábricas, en medio de una precariedad apenas disimulada. Otro día el travestido Moncada, como si se tratara de un cura en medio de un mercado popular, lleva una cruz y predica. La crítica muestra las fisuras de la reflexión y,  en un contexto lleno de una carga de pasado, señala hacia la dificultad de tomar decisiones . Así como Moncada, otro personaje surge de pronto: "Al llegar a la primera fila de casas de la barriada, al borde de la "carretera de circunvalación", huella afirmada con ripio y basura, se volvió cara a las fábricas; se sacó el sombrero, enarcó el brazo como para bailar, hizo brillar la cinta del sombrero, moviéndolo, y con la melodía de un carnaval muy antiguo, cantó, bailando [...]": 

      Gentil gaviota 
   islas volando
          culebra, culebra,
                 cerro arriba, culebra
               cerro abajo, culebra
                         bandera peruana culebra


Los íconos que usa Arguedas, tanto en este personaje (la culebra, el cerro, la gaviota y la bandera) como en el loco Moncada (la cruz que a veces carga, la figura del toreo y algún muñeco que hace las veces de un fetiche que habla), nos remiten a prácticas religiosas muy arraigadas. La vida cotidiana está marcada por todas estas huellas. En la pieza de Bedoya que abre este texto, el factor religioso resulta explícito. Los ángeles, situados a ambos extremos del marco, son el preámbulo de la imagen de la procesión. A la inversa, Moncada lleva la procesión al mercado, en medio del fuerte olor que impone todo lo orgánico ("Cerca de los puestos de ropa, de verduras y mil chucherías que cubrían más de la mitad de la calle"). En estos personajes la sensibilidad andina cuyos emblemas son la culebra y la imagen de Cristo van al encuentro de la bandera peruana y del trapo rojo del torero; en la multitud de Bedoya la sensibilidad criolla exhibe la bandera peruana como un atributo y arreglo floral para los fervientes devotos del Señor de los Milagros. La crítica de los íconos resulta, sin duda, una cuestión de distancia. El final de la década de 1970 realiza esta donación, una iconografía. Pero aquella distancia crítica parece que, entretanto, se ha perdido. 
                                                                  
[Fotografía abridora]. Este "objeto" pertenece a la colección de obra de Fernando Bedoya, no tengo precisión de la fecha, pero forma parte del interés que ya el fotógrafo alemán Rolf Knippenberg hizo notar en 1979 cuando realizó más de 500 imágenes de esta vanguardia local. En una de esas imágenes Rolf y Fernando, aparecen mirando la procesión del Señor de los Milagros.

[Fotografía del "loco" Moncada: Carlos Corcuera]. Tomada de la edición de las Obras Completas de Arguedas, 1983, Lima, Editorial Horizonte. Cortesía de Lucho Chueca. 

[La cita de la novela de JM Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, está tomada de la edición de 1988, Lima, Editorial Horizonte, pp. 46-47]

miércoles, 14 de julio de 2010

Séptimo sueño: introspección

   

Entrar dentro de sí para disfrutar de ficciones que disparan en diferentes direcciones como cuando un niño observa, maravillado, una serpiente que se ha comido a un elefante en un libro lleno de dibujos. Entonces, uno hace un trazo con el lápiz que parece ser un sombrero para enseñarlo y así buscar cómplices. Lo que en el niño funciona como una gracia en el adulto define una constelación compleja de sentimientos. A la imaginación no hay nunca que abandonarla, es cierto. Y si uno decidió dejarla cuando se aproximaban los 14 años, retomarla después de los 24 ya no es posible, como alguna vez dijo un poeta. ¿Pero por qué suponer siempre que es mejor retirar el cuerpo adulto y asumir el puesto de un observador infantil? El límite que señalaría hacia la existencia de un lugar privilegiado para la contemplación no es otro que aquel del observador desinteresado. Del observador que mira como si, a su vez, el tener un punto de vista interesado, por ejemplo, apoyado en la condición política o sexuada de su propia mirada fuera un vicio ideológico y estético. Un lugar que permitiría desplegar la mirada como si se tratara de un inocente y fascinante radar sensible. El cuerpo del niño, es obvio, no es igual al del adulto. Lo que en este es gracia e imaginación liberada en aquel se convierte en un fluido complejo y contradictorio: fuente de autoridad pero también de su contrario, esto es, de dogmatismo ideológico y estereotipo de costumbres. Si la frase "La imaginación al poder" ha sido considerada un lema libertario, es porque presenta dicha complejidad en nuevos términos. 


Interpongamos una acción de Habeas corpus contra esta experiencia de la "interioridad" apoyada en la imaginaria o real psicología infantil. De aquella creencia en la superioridad de la mirada del niño. Busquemos, literalmente, "salvar el cuerpo" adulto. Salvarlo de algo extraño e informe que dicha imaginación "subjetiva" lleva consigo, me digo a mí mismo. Existe, por el contrario, una imaginación "otra" que, como la vida, solo contempla participando o participa contemplando. La figura del observador adulto, cuya mirada es tan desinteresada como la de un niño, se asemeja más a una fantasía puritana que a una forma de la ingenuidad. Y así, esta otra posibilidad estaría al alcance con la condición de aprender a llevar la actividad de la imaginación subjetiva hasta el límite mismo de lo sublime para llegar, de pronto, a un anclaje súbito e intempestivo. Uno que bajo la forma de un poema o de alguna otra cosa nos devuelve la mirada hacia ciertos lugares cada vez más efímeros y menos permanentes. La levedad como un equilibrio precario, acaso intermitente, pero tangible y cercano.


Dibujo: Autorretrato, archivo de Trecemonos, 1991. [El dibujo ha sido hecho a partir de una foto, pero es bastante antiguo, tanto como la foto].

lunes, 14 de junio de 2010

Nuevas evidencias acerca de las vanguardias en Perú: Contacta' 79

Una interesante escena de vanguardia surge en el Perú hacia fines de 1978 y eclosiona con gran suceso en julio de 1979. Resulta importante elaborar, a través de la observación y del análisis, el conjunto de nuevas evidencias fotográficas que han aparecido recientemente acerca de dicha escena. En Lima, desde marzo de 1979, un grupo de amigos y artistas habían decidido llamarse Paréntesis. Ellos convocan, para el fin de semana que coincide con las fiestas patrias (28 de julio) de ese año, a todo el que quisiera sumarse, a un festival de «arte total». Y para ello toman la Plaza Municipal del distrito de Barranco y sus alrededores, en donde vivían; mientras el taller de Paréntesis (que por entonces quedaba en Pedro de Osma 112) se convierte en el centro de operaciones de los acontecimientos. 


Las fotografías de Rolf Knippenberg de este festival de «arte total», Contacta'79, cuyo archivo consta de 15 películas de 36 imágenes cada una, plantean la existencia de un conjunto de documentos visuales que se ofrecen para nuevas lecturas. Knippenberg, por entonces un joven alemán que se dedicaba a la enfermería, había llegado al Perú en calidad de turista. La energía de la escena local y la convocatoria de Paréntesis para participar del festival, vital y desinteresada, pronto llamaron su atención. Sin ser un fotógrafo profesional, pero con una idea de registro que los artistas locales aún no hacían suya del todo, Knippenberg no pudo evitar  documentar aquello que atraía tanto su mirada. Estas fotografías permiten plantear nuevas interpretaciones tanto de las «obras» que se hacían dentro del taller como de aquellas otras que tomaron la calle por asalto. 

Y lo que cualquier observador desprevenido observa es que, además de ser inclusivo y democrático (por ejemplo en la aceptación de los participantes), el festival exhibió imágenes y objetos de géneros tradicionales del arte como la pintura y la escultura pero también de lo que escapaba a esta denominación. Ellos mismos llamaron, a estos extraños trabajos, «arte no catalogado». Así se dio un nombre a un conjunto de prácticas que, para quienes las creaban y diseñaban, aún no lo tenía. Las accionesensamblajes y situaciones creadas por Paréntesis fueron efímeras, algunas duraron uno o dos días y aún no se tiene claridad acerca del asunto. Más aún lo que se percibe es, respecto de este arte que no es ni pintura ni escultura, una suerte de enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los íconos y los rituales de nuestra cultura. Íconos que se ocupan de aspectos que van desde lo religioso hasta lo nacional, pasando por lo más cotidiano de nuestras prácticas y costumbres. 

«Somos libres, seámoslo» fue el lema del festival. La banda que lleva puesta la figura griega femenina (ícono del Parque Municipal de Barranco) enuncia una pregunta que podría formularse así: ¿Son los griegos nuestra antigüedad? El presente, que se vislumbra republicano, permite hacernos cómplices del espíritu de Paréntesis. Así, al tomar una frase de la letra del himno nacional y convertirla en un imperativo ¡Somos libres, seámoslo!, se interpela a cualquier ciudadano para exigirle una toma de posición. Es una exigencia, un reclamo de mayoría de edad. Un estallido que exige respuestas. Pero ¿Por qué sacar en procesión a un Torito de Pucará?¿Por qué improvisar un anda para hacerlo?, ¿Por qué llevarlo hacia una Iglesia?¿No resulta acaso este torito más andino y criollo que moderno y republicano? Y los íconos de lo nacional ¿cuánto de este sentido de lo ritual poseen? ¿Invitan nuestras instituciones, acaso, a creer involuntariamente en la tutela de lo tradicional?
Por primera vez resulta posible observar, literalmente, cómo dicha iconografía involucra un discurso crítico. Y cómo dicho discurso asume ciertas semejanzas pero también diferencias respecto del conceptualismo latinoamericano de la época. Así mismo, respecto del conceptualismo hegemónico. Incluso, y esto es lo interesante, diría que es la heterogeneidad misma de lo planteado frente a este mainstream  en donde radica la mayor fuerza de Paréntesis. Se trata de las pautas que dicho colectivo da, acerca de cómo se elabora entre nosotros la relación entre el ícono y el ritual, las que pueden considerarse en términos de una "donación".
Un ícono es aurático si involucra a la colectividad. Es decir, aurático en el sentido de una imagen con una carga de aprecio y de aceptación por parte de la mayoría. Una aceptación acaso vinculada a la tradición. Pero, paradójicamente, un ícono es también un ídolo de la tribu, como dirían los filósofos. Un anclaje y una atadura que distrae la mirada y, a veces, con su presencia, impide ver lo nuevo. Es decir, contiene tanto de verdad como de falsedad: articula el sentido común y la sensibilidad pero, también, puede distorsionarla. Esto si no somos capaces de situarnos frente a él. Paréntesis nos exige situarnos frente a la tradición de una manera nueva, distinta a lo acostumbrado. Así, Paréntesis resulta como una lluvia de ideas para hacer frente, como sociedad, a nuestros más queridos y temidos lugares comunes.

[La primera imagen es el afiche de la exposición en la galería [e]Star, 30 años no es nada/Paréntesis-Contacta '79/Fotos Rolf Knippenberg. Lima, junio de 2010, archivo de la galería. Fue diseñada por Fernando Bedoya y Rolf Knippenberg, con ocasión de la exposición. La segunda imagen es del archivo de Rolf y corresponde a la acción El becerro de oro, cuyo proyecto fue de Fernando Bedoya, realizada en Contacta '79 el domingo 29 de julio de ese año. La tercera imagen es, también, del archivo de Rolf, allí se distingue, de izquierda a derecha, a Mercedes Idoyaga (Emei), Fernando Bedoya,  Nora Vilaseca y Dean Favre. Ellos están en el Parque Municipal de Barranco que en esa época exhibía interesantes setos con formas diversas.] 

miércoles, 2 de junio de 2010

30 años no es nada: Paréntesis - Contacta '79. Fotos Rolf Knippenberg


Cuando en 1979 Rolf Knippenberg llegó de Stuttgart,  se encontró, en Lima, con una escena ya constituida. Se encontró con un espíritu, Paréntesis, un grupo de amigos pero también de artistas. Ellos, en el distrito de Barranco, habían decidido tomar el Parque Municipal y los alrededores para realizar lo que, en ese momento, quisieron llamar "Festival de arte total".

A través de la mirada de Rolf, de un archivo que consta de 15 películas de 36 imágenes cada una (y de las que hoy presentamos una selección de cerca de 150 fotografías), empezamos a descubrir, treinta años después, lo que significó este espíritu. Un hallazgo importante para una discusión que nos aclare algunos detalles acerca del origen del arte contemporáneo peruano. Del viernes 27 al lunes 30 de julio de 1979, se presentaron en el festival obras de 60 artistas plásticos, 8 cineastas, 2 grupos de teatro, 2 grupos musicales y un buen número de poetas.


En alguna de las fotografías reconocemos una lista en la que se enuncian distintos géneros tradicionales. Junto a estos aparece, sorpresivamente, lo que Paréntesis llamó "Arte no catalogado". Bajo esta designación se incluyen acciones, ensamblajes y otras situaciones que escapan a toda clasificación del momento, por ejemplo, a las formas tradicionales de la pintura y de la escultura. Allí se descubre, en Paréntesis, un claro interés por elaborar una posición crítica frente a los íconos nacionales y religiosos. Una crítica, al menos en un país como el Perú,  hacia su sentido tutelar y ritual: una instancia que apuesta a que cada uno se asuma como mayor de edad, un reclamo de modernidad. Una eclosión de energía, sin duda, pero también un cuestionamiento de todo sentido posible para postular el hallazgo de sentidos nuevos, acaso válidos hasta el día de hoy.

[La  cita es el dia de hoy, 2 de junio de 2010, en la galería [e]Star, en la calle Belén 1044/1042, en Lima-cercado, frente a la estación de los bomberos. La curaduría es de Augusto del Valle Cárdenas. La gestión de Jorge Villacorta y Fernando Bedoya. Un agradecimiento especial para Lucy Angulo, Guillermo Bolaños, Martín Biduera, José Antonio (Cuco) Morales, Raúl Villavicencio y Rolf Knippenberg, miembros de Paréntesis. Así, mismo a Janine Soenens, por prestarse a dialogar conmigo y ordenar una serie de ideas que vengo elaborando al respecto.]

[Fotografía de arriba, archivo de Trecemonos. Se ve a Rolf, fue tomada ayer, 1 de junio de 2010]

domingo, 23 de mayo de 2010

La pipa de Magritte

Es posible imaginar una discusión «metafísica» acerca de la mímesis. En dicha discusión, una voz destemplada, platónica y posmoderna, podría gritar junto con Dante, «El arte es una mímesis de la naturaleza». Una confluencia acaso no tan ocasional como uno podría suponer. Un grito así, ¿sería acaso escuchado por los oídos filosóficos familiarizados con otras convenciones, con ideas más fijas y establecidas? Alguien acostumbrado a los argumentos de la década de 1960, un «estructuralista», por así decir, un teórico que cree que los signos son arbitrarios y convenciones sociales (incluidos aquellos signos que se usan en el ámbito del arte), respondería que un grito destemplado puede llegar a ser un interesante contenido de un drama y que, incluso, puede llegar a convertirse en la carátula de una revista (como Marilyn) pero que, evidentemente, poco tiene que ver con la metafísica, con Dios o con la ciencia. En una discusión así, ¿a cuál de las dos posiciones le daríamos la razón?, ¿a la voz que defiende la mímesis o a la otra que defiende la semiología?
 
Un teólogo instruido en Aristóteles nos diría, sin sacudir pestaña alguna, que Dios, cuya imagen es la de un motor inmóvil, habita en las regiones estelares que quedan más allá de la Luna. Y esto porque Dios es más una fuerza que una inteligencia. Y nada de esto tiene que ver ni con la ciencia ni con el arte. La separación entre un conocimiento teórico, es decir, metafísico; y otro práctico, es decir, técnico, puebla aún la imaginación moderna. Así, el conocimiento teórico del signo sería muy distinto a aquel que se necesita para hacer arte. Y muchos artistas actuales dividen de este modo su universo al aprender técnicas diferentes para producir buenas pinturas, esculturas, instalaciones, performances y un largo etcétera sin, aparentemente, necesitar de la «teoría» para hacerlo. Incluso negando explícitamente que pueda existir alguna teoría interesante. Esta tercera voz establece cierta continuidad con el clasicismo para privilegiar una clara diferencia entre la ficción y la realidad. Aparentemente rompe con la versión renacentista de la mímesis para gozar del potencial expresivo del signo. ¿La mímesis es copia y la expresión es única?, ¿tiene razón la estética moderna?, ¿y cómo alguna versión de la estética moderna podría estar en la cabeza de alguien que hace instalaciones o performances?, ¿sería esto un índice de una situación de colonialismo?

En el antiguo grito que busca definir el arte desde la mímesis, se esconde una manera poética de percibir el mundo. Y ojo que no digo de «pensar» el mundo, ni tampoco de «sentir» el mundo. Hablo de aquel acto que los junta. Esta antigua manera señala, paradójicamente, hacia las formas más nuevas y vanguardistas: exige vivir la vida como si se tratara de un poema. Y, curiosamente, esta manera resulta siempre circular: percibo en la realidad lo que alguna vez he percibido. Los órganos de los sentidos del maravilloso y precario cuerpo humano transforman en analogía todo aquello que perciben. Y es esta analogía lo que le presta fuerza y presencia a las cosas y a las imágenes. No se si decir belleza estética o simplemente vértigo. Si la pipa de Magritte no es una pipa, entonces, ¿qué otra cosa puede ser? La respuesta: es un signo, no es suficiente ¿Y por qué? Por que pasa por encima del sentido y del significado como un tanque de guerra científico por encima de una avenida cuyo cemento estético y poético no podrá nunca soportarlo. Y así, al triturar con sus ruedas mecánicas, literalmente, la capacidad de percibir e imaginar, elimina la posibilidad siempre cálida y abierta de entrar en el círculo infinito de las analogías.  

[La trahison des images, 1928–29, René Magrite (1898-1967), es una importante pintura de este artista belga identificado con el surrealismo. La expresión "Ceci n'est pas une pipe", que en español se puede traducir como "Esto no es una pipa", desconcierta a primera vista al observador. El nombre de la pintura "La traición de las imágenes" parece regresar, a quienes quieran discutir el asunto, a la vieja caverna platónica y, también, al siempre complejo tema de la mímesis. La imagen la obtuve de Internet.]   

viernes, 7 de mayo de 2010

Panza de burro


En los días en los que el sol comienza a desaparecer, todavía queda el deseo de mirarlo. En Lima nuestra primera manera de extrañarlo ocurre cuando, de pronto, amanece con una espesa neblina en la Costa Verde que ahora ya no es ni ligera ni blanca, sino pesada y color panza de burro. Una repentina invitación a la melancolía, pero también a la protesta soterrada en contra de esta situación que uno intuye como arbitraria y semejante a una enfermedad crónica. No. Lo que está en juego no es la alegría de vivir, sino tal vez algo más circunstancial y epidérmico. Una circunstancia que se confunde con la persistente garúa limeña y la sensación de una tarde que no termina nunca y que se atreve a diluir el día en la noche, las ganas en molicie y cualquier grito en una voz pusilánime. El sol ha decidido mudarse y dejar, en lugar del fuego que lo identifica, al elemento marino que solo el agua sabe alimentar. Así, lo epidérmico parece alcanzar una extraña necesidad. En estos primeros días, limeños sin más, busco una distancia quizá inútil y pasajera, pero distancia al fin. Una que me distraiga de este ventarrón y que me lleve lejos de aquí. Ahh Lima, amada y odiada Lima, la vida continúa, chispiante e intransigente, contigo o sin tí. 


[Fotografía: archivo Trecemonos. La Costa Verde, algún día de mayo de 2010. Música, link de la página www.goear.com, "Sin tí", de Los Panchos]

domingo, 2 de mayo de 2010

Poética del paisaje

En algunos pintores y artistas peruanos el bosque se convierte en un impreciso lugar de la memoria. Esta imprecisión siempre es un indicio que nos obliga a preguntarnos frente a qué tipo de mirada estamos. Una en la que salen al encuentro la poesía y la visión. Se trata de aquella mirada en la que conviven el ritmo y la armonía, por un lado, y la percepción de lo tangible, por el otro. Y así, mientras el ritmo y la armonía son capaces de recrear, a una imaginación que revolotea como una sonora bandada de pájaros antes de posarse en la rama de un árbol, el otro lado, aparentemente más específico y terrenal, observa minuciosamente la trama rugosa de cada una de las hojas. La imaginación regresa una y otra vez hacia sus percepciones infantiles mientras la memoria pretende identificar, de manera puntual pero desordenada, parques, jardines, y un largo etcétera, sin nunca lograrlo del todo. En otras palabras, lugares acaso entrañables para una imaginación siempre dispuesta a responder, agregando o sustrayendo hechos, e introduciendo sueños y deseos, precisando inútilemente datos aparentemente exactos e infalibles. Estamos, sin duda, frente a una concepción de la naturaleza en la que ella es un ser vivo que juega, respira y nos habla al oído y, a través de esta puerta, accede a nuestras ansias más profundas. Los personajes, cuando aparecen en estas composiciones, suelen ser testigos ocasionales de una mirada así. No es de distinta forma la manera en que esta pintura de Oscar Corcuera (Contumazá, Cajamarca, Perú, 1926) logra fijar un bosque que algunos dicen que existía en Lince, en Lima, aunque prefiero pensar que es algún lugar de Contumazá, su pueblo. No importa, en dónde haya estado -me digo a mí mismo- sino la manera cómo este bosque errante palpita a través de alguien que, perdido en el juego de su propia soledad, parece haberlo inventado.

[Ficha: El nombre de este óleo de Oscar Corcuera, es "El Bosque de Matamula" (1958), está tomada del archivo de imágenes que me tocó estudiar para la exposición "Poética del Paisaje", Antológica de Oscar Corcuera (1950-2000) de la cual soy curador. Seguirá en exhibición hasta el 15 de mayo de 2010, en la vieja Casona de San Marcos en el Parque Universitario. La organización estuvo a cargo del Centro Cultural de San Marcos y el Museo de Arte de esa misma casa de estudios.]