domingo, 23 de mayo de 2010

La pipa de Magritte

Es posible imaginar una discusión «metafísica» acerca de la mímesis. En dicha discusión, una voz destemplada, platónica y posmoderna, podría gritar junto con Dante, «El arte es una mímesis de la naturaleza». Una confluencia acaso no tan ocasional como uno podría suponer. Un grito así, ¿sería acaso escuchado por los oídos filosóficos familiarizados con otras convenciones, con ideas más fijas y establecidas? Alguien acostumbrado a los argumentos de la década de 1960, un «estructuralista», por así decir, un teórico que cree que los signos son arbitrarios y convenciones sociales (incluidos aquellos signos que se usan en el ámbito del arte), respondería que un grito destemplado puede llegar a ser un interesante contenido de un drama y que, incluso, puede llegar a convertirse en la carátula de una revista (como Marilyn) pero que, evidentemente, poco tiene que ver con la metafísica, con Dios o con la ciencia. En una discusión así, ¿a cuál de las dos posiciones le daríamos la razón?, ¿a la voz que defiende la mímesis o a la otra que defiende la semiología?
 
Un teólogo instruido en Aristóteles nos diría, sin sacudir pestaña alguna, que Dios, cuya imagen es la de un motor inmóvil, habita en las regiones estelares que quedan más allá de la Luna. Y esto porque Dios es más una fuerza que una inteligencia. Y nada de esto tiene que ver ni con la ciencia ni con el arte. La separación entre un conocimiento teórico, es decir, metafísico; y otro práctico, es decir, técnico, puebla aún la imaginación moderna. Así, el conocimiento teórico del signo sería muy distinto a aquel que se necesita para hacer arte. Y muchos artistas actuales dividen de este modo su universo al aprender técnicas diferentes para producir buenas pinturas, esculturas, instalaciones, performances y un largo etcétera sin, aparentemente, necesitar de la «teoría» para hacerlo. Incluso negando explícitamente que pueda existir alguna teoría interesante. Esta tercera voz establece cierta continuidad con el clasicismo para privilegiar una clara diferencia entre la ficción y la realidad. Aparentemente rompe con la versión renacentista de la mímesis para gozar del potencial expresivo del signo. ¿La mímesis es copia y la expresión es única?, ¿tiene razón la estética moderna?, ¿y cómo alguna versión de la estética moderna podría estar en la cabeza de alguien que hace instalaciones o performances?, ¿sería esto un índice de una situación de colonialismo?

En el antiguo grito que busca definir el arte desde la mímesis, se esconde una manera poética de percibir el mundo. Y ojo que no digo de «pensar» el mundo, ni tampoco de «sentir» el mundo. Hablo de aquel acto que los junta. Esta antigua manera señala, paradójicamente, hacia las formas más nuevas y vanguardistas: exige vivir la vida como si se tratara de un poema. Y, curiosamente, esta manera resulta siempre circular: percibo en la realidad lo que alguna vez he percibido. Los órganos de los sentidos del maravilloso y precario cuerpo humano transforman en analogía todo aquello que perciben. Y es esta analogía lo que le presta fuerza y presencia a las cosas y a las imágenes. No se si decir belleza estética o simplemente vértigo. Si la pipa de Magritte no es una pipa, entonces, ¿qué otra cosa puede ser? La respuesta: es un signo, no es suficiente ¿Y por qué? Por que pasa por encima del sentido y del significado como un tanque de guerra científico por encima de una avenida cuyo cemento estético y poético no podrá nunca soportarlo. Y así, al triturar con sus ruedas mecánicas, literalmente, la capacidad de percibir e imaginar, elimina la posibilidad siempre cálida y abierta de entrar en el círculo infinito de las analogías.  

[La trahison des images, 1928–29, René Magrite (1898-1967), es una importante pintura de este artista belga identificado con el surrealismo. La expresión "Ceci n'est pas une pipe", que en español se puede traducir como "Esto no es una pipa", desconcierta a primera vista al observador. El nombre de la pintura "La traición de las imágenes" parece regresar, a quienes quieran discutir el asunto, a la vieja caverna platónica y, también, al siempre complejo tema de la mímesis. La imagen la obtuve de Internet.]   

viernes, 7 de mayo de 2010

Panza de burro


En los días en los que el sol comienza a desaparecer, todavía queda el deseo de mirarlo. En Lima nuestra primera manera de extrañarlo ocurre cuando, de pronto, amanece con una espesa neblina en la Costa Verde que ahora ya no es ni ligera ni blanca, sino pesada y color panza de burro. Una repentina invitación a la melancolía, pero también a la protesta soterrada en contra de esta situación que uno intuye como arbitraria y semejante a una enfermedad crónica. No. Lo que está en juego no es la alegría de vivir, sino tal vez algo más circunstancial y epidérmico. Una circunstancia que se confunde con la persistente garúa limeña y la sensación de una tarde que no termina nunca y que se atreve a diluir el día en la noche, las ganas en molicie y cualquier grito en una voz pusilánime. El sol ha decidido mudarse y dejar, en lugar del fuego que lo identifica, al elemento marino que solo el agua sabe alimentar. Así, lo epidérmico parece alcanzar una extraña necesidad. En estos primeros días, limeños sin más, busco una distancia quizá inútil y pasajera, pero distancia al fin. Una que me distraiga de este ventarrón y que me lleve lejos de aquí. Ahh Lima, amada y odiada Lima, la vida continúa, chispiante e intransigente, contigo o sin tí. 


[Fotografía: archivo Trecemonos. La Costa Verde, algún día de mayo de 2010. Música, link de la página www.goear.com, "Sin tí", de Los Panchos]

domingo, 2 de mayo de 2010

Poética del paisaje

En algunos pintores y artistas peruanos el bosque se convierte en un impreciso lugar de la memoria. Esta imprecisión siempre es un indicio que nos obliga a preguntarnos frente a qué tipo de mirada estamos. Una en la que salen al encuentro la poesía y la visión. Se trata de aquella mirada en la que conviven el ritmo y la armonía, por un lado, y la percepción de lo tangible, por el otro. Y así, mientras el ritmo y la armonía son capaces de recrear, a una imaginación que revolotea como una sonora bandada de pájaros antes de posarse en la rama de un árbol, el otro lado, aparentemente más específico y terrenal, observa minuciosamente la trama rugosa de cada una de las hojas. La imaginación regresa una y otra vez hacia sus percepciones infantiles mientras la memoria pretende identificar, de manera puntual pero desordenada, parques, jardines, y un largo etcétera, sin nunca lograrlo del todo. En otras palabras, lugares acaso entrañables para una imaginación siempre dispuesta a responder, agregando o sustrayendo hechos, e introduciendo sueños y deseos, precisando inútilemente datos aparentemente exactos e infalibles. Estamos, sin duda, frente a una concepción de la naturaleza en la que ella es un ser vivo que juega, respira y nos habla al oído y, a través de esta puerta, accede a nuestras ansias más profundas. Los personajes, cuando aparecen en estas composiciones, suelen ser testigos ocasionales de una mirada así. No es de distinta forma la manera en que esta pintura de Oscar Corcuera (Contumazá, Cajamarca, Perú, 1926) logra fijar un bosque que algunos dicen que existía en Lince, en Lima, aunque prefiero pensar que es algún lugar de Contumazá, su pueblo. No importa, en dónde haya estado -me digo a mí mismo- sino la manera cómo este bosque errante palpita a través de alguien que, perdido en el juego de su propia soledad, parece haberlo inventado.

[Ficha: El nombre de este óleo de Oscar Corcuera, es "El Bosque de Matamula" (1958), está tomada del archivo de imágenes que me tocó estudiar para la exposición "Poética del Paisaje", Antológica de Oscar Corcuera (1950-2000) de la cual soy curador. Seguirá en exhibición hasta el 15 de mayo de 2010, en la vieja Casona de San Marcos en el Parque Universitario. La organización estuvo a cargo del Centro Cultural de San Marcos y el Museo de Arte de esa misma casa de estudios.]